Más que amigos
Siempre había visto a mi vecina como una amiga. Desde que me mudé al edificio, nos llevábamos bien: nos ayudábamos con pequeños favores, compartíamos café en la terraza y a veces pasábamos horas conversando en su sala. Pero nunca pensé que las cosas tomarían otro rumbo.
Una noche, después de un día agotador, llegué a casa y ella me escribió. “¿Vienes? No quiero estar sola hoy.” Era común que nos acompañáramos en noches de películas o simplemente para platicar, así que sin pensarlo mucho, crucé el pasillo y toqué su puerta.
Cuando abrió, llevaba una camiseta grande que apenas le cubría los muslos. Su cabello estaba un poco despeinado y sus ojos brillaban de una manera diferente. “Tengo vino, ¿quieres?” preguntó con una sonrisa cómplice.
Nos sentamos en su sofá, cada uno con una copa en la mano, charlando sobre todo y nada a la vez. El ambiente era relajado, pero sentía algo en el aire, una tensión sutil que nunca había estado ahí antes. En un momento, cuando reímos al mismo tiempo, nuestras miradas se encontraron y se quedaron fijas.
No sé quién se acercó primero, pero en un instante, nuestros labios se encontraron. El beso fue suave al principio, como tanteando terreno, pero pronto la pasión tomó el control. Sus manos subieron por mi cuello y las mías rodearon su cintura.
La ropa fue quedando en el camino mientras nos movíamos torpemente hacia su habitación. Nos descubrimos de una manera completamente nueva, como si todo el tiempo hubiéramos estado esperando este momento sin darnos cuenta.
Esa noche cambió todo. No solo descubrimos el deseo que siempre estuvo latente entre nosotros, sino que entendimos que nuestra amistad había dado un giro inesperado.
A la mañana siguiente, desperté con ella acurrucada contra mi pecho. Sonrió al verme y susurró: “Creo que esto nos cambia la vida.” Y tenía razón.